La escritora decidió llevar una suerte de “cuaderno de bitácora” sobre el Alzheimer de una amiga y ex pareja a quien le dedica el texto. “Me da pena, porque es un libro que escribí para sentirme más cerca de ella y que ahora no podemos compartir”, explica.
Radicada en EE.UU., Molloy dirige el programa de escritura creativa en español en la Universidad de Nueva York. |
LITERATURA › SYLVIA MOLLOY HABLA DE DESARTICULACIONES
Martes, 15 de febrero de 2011
Por Silvina Friera
“Qué suerte despertar y ver caras amigas.” La frase, de una cortesía exquisita, la dice M. L., una mujer sentada al borde de su memoria desde que padece Alzheimer. El olvido que la trabaja abre sus fauces infinitas: las palabras se achican o extravían, los recuerdos son como relámpagos que cosquillean cada vez menos en el cerebro. Ahora que anochece en su mente, una amiga y ex pareja que la visita casi diariamente, testigo de ese naufragio, anota con paciencia de artesana en su “cuaderno de bitácora” –tal vez con una serenidad y un desahogo que no había tenido nunca antes en su vida– el repertorio de un deterioro irreversible. Registra las conexiones perdidas de esa relación “que continúa pese a la ruina, que subsiste aunque apenas queden palabras”. Cada experiencia compartida es una luz que se apaga en ese largo salón que una de ellas jamás volverá a frecuentar. La narradora de Desarticulaciones (Eterna Cadencia), texto tan bello como intenso de Sylvia Molloy, registra lo que sucede con esa queridísima amiga. “M. L. es incapaz de decir que ella misma ha sufrido un mareo, pero es capaz de traducir al inglés el mensaje en que L. dice que ella, M. L., ha sufrido un mareo –consigna la narradora–. Es como lograr una momentánea identidad, una momentánea existencia, en ese discurso transmitido eficazmente.”
“Toda escritura es memoria, siempre estamos contando lo que pasó o pudo haber pasado, así que la memoria trabaja con todos los géneros”, dice Molloy en la entrevista con Página/12. “En el caso de Desarticulaciones se me impuso el fragmento para captar esos encuentros breves, esas ‘conversaciones’ entre dos personas en las que una recuerda y la otra casi no, pero en las que la comunicación –porque la hay– se da en el puro presente del lenguaje. Además, el fragmento se prestaba particularmente bien para anotar esos destellos en la memoria de quien la está perdiendo, esas irrupciones verbales sin ton ni son que funcionan como pequeñas epifanías de quien, a pesar del deterioro, ‘todavía está’.”
–¿A qué responderá que la facultad de traducir, como la retórica, no se pierda hasta el final, como sucede con M. L.?–La continuidad de la retórica, cuando no sólo se están perdiendo los recuerdos sino el sentido mismo de las cosas, es algo que sigo sin entender del todo. Se podría pensar que la retórica, o los buenos modales, o la cortesía, son meras fórmulas, cáscaras huecas de significado, convenciones que se observan y que son puro hábito más que conducta conscientemente asumida. Y sin embargo no estoy segura. Si yo le cuento a M. L. que una vez robó un pañuelo en una tienda y ella dice “no puedo haber hecho eso porque está mal robar”, ¿de dónde surge esa respuesta, de una doxa burguesa biempensante que funciona automáticamente o de una ética que perdura, de un auténtico sentido del mal y del bien?
–Al principio del libro se lee: “Tengo que escribir estos textos mientras ella está viva”. ¿Sintió en el pasado la urgencia de escribir como en este libro?–No, nunca lo sentí, pero acaso se deba a que mis ficciones anteriores también trabajaban con la memoria, con recuerdos personales que se utilizaban ya ficcionalmente, como en En breve cárcel y El común olvido, ya autobiográficamente, como en Varia imaginación; y aclaro al pasar que esta división entre autobiografía y ficción es completamente inestable. En Desarticulaciones me impulsaba otro propósito, que era atestiguar algo que estaba pasando ahora mismo, ante mis ojos, y que cambiaba todos los días. Algo que yo estaba viviendo, no recordando, y que contribuía a armar.
–En uno de los textos titulado “Silabeo” da cuenta de las palabras que inventa M. L. ¿Cómo es la “creatividad” en alguien que pierde la memoria pero puede inventar “neologismos”?–Es justamente en episodios como ése que quería restituir lo que usted bien llama la creatividad del que está perdiendo la memoria, su capacidad lúdica, basada en juegos de palabras, combinados con pedacitos de recuerdos: M. L. inventa palabras y con ellas arma versos, pero también es capaz de recordar de pronto un verso de Darío. Además, quise mostrar el humor de ciertas cosas que dice, y de ciertas situaciones. La gente piensa siempre en el lado trágico de la desmemoria, pero quería mostrar también lo otro: la risa, el disparate, la ligereza de quien, por así decirlo, se ha dejado ir.
El eco de mi madre, de Tamara Kamenszain, entabla un diálogo fecundo con las Desarticulaciones de Molloy. “Correctas educadas casi pomposas/ estas rehenes del Alzheimer/ ponen a congelar la lengua materna/ mientras nos despiden de su mundo sin palabras”, se lee en uno de los poemas de Kamenszain. “Nuestros libros fueron paralelos, en el sentido de que fueron escritos en la misma época y publicados el mismo año –cuenta Molloy–. Y, en efecto, hablamos con Tamara de lo que estábamos haciendo, o mejor, de lo que no podíamos dejar de hacer: las dos sentíamos el mismo desamparo ante la persona querida que se nos va y la misma urgencia de escritura. El eco de mi madre es un libro único, ya a partir del título mismo que recuerda precisamente el remanente, lo que queda de la persona que se está yendo, esa voz que ya es eco, que se confunde con el silencio sin por ello dejar de decir: ‘escuchá lo que no dice’. La poesía de Tamara recupera el asombro y el vértigo ante lo que se está yendo como no lo logra otro texto.”
–En uno de los textos dice: “Yo misma entro en la enfermedad, en su retórica, ya nada me sorprende”. ¿Todo el tiempo estuvo escribiendo contra esa frase?–Ya nada me sorprende, dice la narradora, porque en sus visitas a M. L. todo es, o puede ser, sorpresa. La lección que se aprende es que, para que haya contacto, hay que aceptar la sorpresa, el dislate, entrar en ellos sin intentar racionalizarlos. La sorpresa es la norma en estos encuentros, pero nunca se vuelve hábito, repetición. Quiero decir que siempre es una sorpresa nueva para la cual no se está preparada.
–Hay algo que da mucha tela para cortar cuando plantea que con M. L. habla un español de entrecasa, pero de una casa que nunca fue del todo la suya. ¿Cómo es la experiencia de habitar, en simultáneo muchas veces, la casa del español, el francés y el inglés?–Ahí usted me lleva a un tema sobre el cual estoy escribiendo en este preciso momento, y que es, efectivamente, qué pasa cuando se tiene más de una casa de la lengua. El sujeto bilingüe o trilingüe siempre se siente levemente desviado cuando escribe, tiene la sensación de que lo que dice está siempre siendo dicho en otro lado, en muchos lados, como un eco desasosegante. Si toda comunicación es inherentemente rara, los cambios de lengua acrecientan esa rareza. Paradójicamente, el que habla/escribe en más de un idioma, es decir, el que tiene más de una casa de la lengua, escribe siempre a la intemperie.
–¿Con el francés y el inglés también siente que lo habla en un registro de “entrecasa”?–En inglés, decididamente, porque fue también lengua casera, me crié bilingüe. El francés vino algo más tarde y fue mi lengua culta, en el sentido de que fue primero lengua estudiada, y sólo después, cuando viví en Francia durante un tiempo, se volvió lengua cotidiana. Entonces, si bien hay un “entrecasa” para el francés, es un entrecasa que se permite menos libertades, menos juegos, inventa menos. Es una cuestión de registro: si paso del español al francés siento que estoy citando. En cambio, del español al inglés, o al revés, hay continuidad, no hay sutura.
–Hacia el final de Desarticulaciones, enumera una serie de palabras o expresiones de ese español de entrecasa como “porrazo”, “creída”, “chúcara” y “a la que te criaste”. ¿Las consignó para que no se pierdan en su memoria?–Las consigné, sí, porque además de devolverme conversaciones que ya no puedo tener con M. L., me devuelven un habla porteña de otra época, la de mi infancia o adolescencia, un poco como esas voces que decía escuchar Manuel Puig cuando empezó a escribir La traición de Rita Hayworth. Me pasó lo mismo cuando escribí El común olvido y quise recobrar ya no palabras aisladas sino entonaciones y estilos de habla de ciertos individuos de otra época. Me gustaría pensar que esas palabras tienden a resistir el borramiento, que se quedan cuando todo lo demás se ha ido, pero creo que es la expresión de un deseo más que una realidad, porque la enfermedad progresa por vías imprevisibles.
Varias personas que leyeron el libro y se identificaron con esas palabras le advirtieron a Molloy no reconocer una: mangangá. “Me doy cuenta de que cometí un error al poner una palabra que usaba M. L. –aclara–, porque era de su entrecasa y no de la mía, ni de la entrecasa en general, la usaban su madre y su abuela para referirse a alguien que hablaba mucho; a lo mejor era influencia de su abuelo brasileño, nunca lo sabré. Porque el mangangá es un insecto del Brasil, que hasta tiene entrada en el Diccionario de la Real Academia, como americanismo.”
–¿M. L. sigue viva? ¿Intentó leerle partes del libro?–Sí, M. L. sigue viva, pero no creo que le lea nada del libro porque no le da la memoria para seguir lo que le leería, es como aquellos personajes de Swift de los que habla Borges, que no pueden leer (o en este caso escuchar) “porque la memoria no les alcanza de un renglón a otro”. Y me da pena, porque es un libro que escribí para sentirme más cerca de ella, un libro que en otra época hubiera querido que leyéramos juntas, y que ahora no podemos compartir.
Fonte: Página/12