El hombre de la multitud (1840)
Cuentos de Edgar Allan Poe
Tradução do
inglês ao espanhol: Julio Cortázar
CONTOS
HISPANO-AMERICANOS DO SÉCULO XX
FLM0275 - FFLCH/USP (2002)
Este foi um
dos textos que vimos na matéria dentro da primeira série de textos sobre os
contos e suas técnicas e características. Como não tenho muitas anotações das
aulas, anexo aqui o que encontrei na Wikipédia, pois sou defensor da enciclopédia
livre e achei satisfatório o que está descrito.
Argumento
(Wikipedia)
El
relato se inicia con la siguiente cita del moralista francés Jean
de la Bruyère: "Ce grand
malheur, de ne pouvoir être seul",
tomada de su obra Caractères.
Dicha cita puede traducirse: «Qué gran desgracia la de no poder estar solo.» La
misma cita puede encontrarse en el primer cuento de Poe: Metzengerstein.1
Tras
superar una enfermedad no definida, el narrador pasa el tiempo en un café
londinense. Fascinado por la multitud que observa pasar a través de la ventana,
considera los distintos tipos y personajes (nobles, amanuenses, comerciantes,
abogados...), y el aislamiento a que están sometidos, a pesar de vivir apiñados
en la gran ciudad. Al caer la tarde, el narrador se fija en «a decrepit old
man, some sixty-five or seventy years of age» ("un anciano decrépito de
unos sesenta y cinco o setenta años"). Era «de escasa estatura, flaco y
aparentemente muy débil. Vestía ropas tan sucias como harapientas». El
narrador, lleno de curiosidad, decide dejar el café y seguir a este hombre.
Éste conduce al narrador por tiendas y comercios, sin comprar nunca nada, hasta
acabar en una zona muy pobre de la ciudad, para regresar otra vez al corazón de
la misma. La persecución se prolonga a lo largo de toda la noche y todo el día
siguiente. Finalmente, exhausto, el narrador se enfrenta cara a cara al extraño
anciano, quien, sin darse cuenta de haber sido seguido, pasa de largo. El
narrador sospecha, al verle perderse de nuevo entre la multitud, que debe de
ser un terrible criminal, llamándolo
el hombre de la multitud.
El hombre de la multitud (1840)
Ce grand malheur de ne pouvoir être
seul. (La
Bruyère)
“Qué gran desgracia la de no poder estar solo” (Wikipedia)
Bien se ha dicho de cierto libro alemán que “er lässt sich nicht lesen” -no se deja
leer-. Hay ciertos secretos que no se dejan expresar. Hay hombres que mueren de
noche en sus lechos, estrechando convulsivamente las manos de espectrales
confesores, mirándolos lastimosamente en los ojos; mueren con el corazón
desesperado y apretada la garganta a causa de esos misterios que no permiten que
se los revele. Una y otra vez, ¡ay!, la conciencia del hombre soporta una carga
tan pesada de horror que sólo puede arrojarla a la tumba. Y así la esencia de
todo crimen queda inexpresada.
No hace mucho tiempo, en un atardecer de otoño, hallábame
sentado junto a la gran ventana que sirve de mirador al café D..., en Londres.
Después de varios meses de enfermedad, me sentía convaleciente y con el retorno
de mis fuerzas, notaba esa agradable disposición que es el reverso exacto del “ennui”; disposición llena de apetencia,
en la que se desvanecen los vapores de la visión interior - άχλϋς ή πριν έπήεν - y el intelecto electrizado sobrepasa su nivel
cotidiano, así como la vívida aunque ingenua razón de Leibniz sobrepasa la
alocada y endeble retórica(1) de Gorgias. El solo hecho de respirar era un goce, e
incluso de muchas fuentes legítimas del dolor extraía yo un placer. Sentía un
interés sereno, pero inquisitivo, hacia todo lo que me rodeaba. Con un cigarro
en los labios y un periódico en las rodillas, me había entretenido gran parte
de la tarde, ya leyendo los anuncios, ya contemplando la variada concurrencia
del salón, cuando no mirando hacia la calle a través de los cristales velados
por el humo.
(1) retórica frágil
Dicha calle es una de las principales avenidas de la
ciudad, y durante todo el día había transitado por ella una densa multitud. Al
acercarse la noche, la afluencia aumentó, y cuando se encendieron las lámparas
pudo verse una doble y continua corriente de transeúntes pasando presurosos
ante la puerta. Nunca me había hallado a esa hora en el café, y el tumultuoso
mar de cabezas humanas me llenó de una emoción deliciosamente nueva. Terminé
por despreocuparme de lo que ocurría adentro y me absorbí en la contemplación
de la escena exterior.
Al principio, mis observaciones tomaron un giro abstracto
y general. Miraba a los viandantes en masa y pensaba en ellos desde el punto de
vista de su relación colectiva. Pronto, sin embargo, pasé a los detalles,
examinando con minucioso interés las innumerables variedades de figuras,
vestimentas, apariencias, actitudes, rostros y expresiones.
La gran mayoría de los que iban pasando tenían un aire
tan serio como satisfecho, y sólo parecían pensar en la manera de abrirse paso
en el apiñamiento. Fruncían las cejas y giraban vivamente los ojos; cuando
otros transeúntes los empujaban, no daban ninguna señal de impaciencia, sino
que se alisaban la ropa y continuaban presurosos. Otros, también en gran
número, se movían incansables, rojos los rostros, hablando y gesticulando
consigo mismos como si la densidad de la masa que los rodeaba los hiciera
sentirse solos. Cuando hallaban un obstáculo a su paso cesaban bruscamente de mascullar(2) pero redoblaban sus gesticulaciones, esperando con
sonrisa forzada y ausente que los demás les abrieran camino. Cuando los
empujaban, se deshacían en saludos hacia los responsables, y parecían llenos de
confusión. Pero, fuera de lo que he señalado, no se advertía nada distintivo en
esas dos clases tan numerosas. Sus ropas pertenecían a la categoría tan
agudamente denominada decente. Se trataba fuera de duda de gentileshombres,
comerciantes, abogados, traficantes y agiotistas; de los eupátridas(3) y la gente ordinaria de la sociedad; de hombres dueños
de su tiempo, y hombres activamente ocupados en sus asuntos personales, que
dirigían negocios bajo su responsabilidad. Ninguno de ellos llamó mayormente mi
atención.
(2) resmungar
(3) bem nascidos, filhos da elite, aristocracia.
El grupo de los amanuenses(4) era muy evidente, y en él discerní dos notables
divisiones. Estaban los empleados menores de las casas ostentosas, jóvenes de
ajustadas chaquetas, zapatos relucientes, cabellos con pomada y bocas
desdeñosas. Dejando de lado una cierta apostura que, a falta de mejor palabra,
cabría denominar oficinesca, el aire de dichas personas me parecía el exacto
facsímil de lo que un año o año y medio antes había constituido la perfección
del bon ton. Afectaban las maneras ya desechadas por la clase media -y esto,
creo, da la mejor definición posible de su clase.
(4) pessoas que copiam com boa caligrafia.
La división formada por los empleados superiores de las
firmas sólidas, los «viejos tranquilos», era inconfundible. Se los reconocía
por sus chaquetas y pantalones negros o castaños, cortados con vistas a la
comodidad; las corbatas y chalecos, blancos; los zapatos, anchos y sólidos, y
las polainas o los calcetines, espesos y abrigados. Todos ellos mostraban
señales de calvicie, y la
oreja derecha, habituada a sostener desde hacía mucho un lapicero, aparecía
extrañamente separada (5). Noté
que siempre se quitaban o ponían el sombrero con ambas manos y que llevaban
relojes con cortas cadenas de oro de maciza y antigua forma. Era la suya la
afectación de respetabilidad, si es que puede existir una afectación tan
honorable.
(5) descrições impresionantes
e detalhadas.
Había aquí y allá numerosos individuos de brillante
apariencia, que fácilmente reconocí como pertenecientes a esa especie de
carteristas elegantes que infesta todas las grandes ciudades. Miré a dicho
personaje con suma detención y me resultó difícil concebir cómo los caballeros
podían confundirlos con sus semejantes. Lo exagerado del puño de sus camisas y
su aire de excesiva franqueza los traicionaba inmediatamente (6).
(6) o observador diz reconhecer todos os tipos sociais.
Mais abaixo, dirá reconhecer os malandros pela cor da pele, olhar vago e
perdido, lábios pálidos e apertados.
Los jugadores profesionales -y había no pocos- eran aún
más fácilmente reconocibles. Vestían toda clase de trajes, desde el pequeño
tahúr de feria, con su chaleco de terciopelo, corbatín de fantasía, cadena
dorada y botones de filigrana, hasta el pillo, vestido con escrupulosa y
clerical sencillez, que en modo alguno se presta a despertar sospechas. Sin embargo, todos ellos se
distinguían por el color terroso y atezado de la piel, la mirada vaga y perdida
y los labios pálidos y apretados. Había, además, otros dos rasgos que me
permitían identificarlos siempre; un tono reservadamente bajo al conversar, y
la extensión más que ordinaria del pulgar, que se abría en ángulo recto con los
dedos. Junto a estos tahúres observé muchas veces a hombres vestidos de manera
algo diferente, sin dejar de ser pájaros del mismo plumaje. Cabría definirlos
como caballeros que viven de su ingenio. Parecen precipitarse sobre el público
en dos batallones: el de los dandis y el de los militares. En el primer grupo,
los rasgos característicos son los cabellos largos y las sonrisas; en el
segundo, los levitones y el aire cejijunto.
Bajando por la escala de lo que da en llamarse
superioridad social, encontré temas de especulación más sombríos y profundos.
Vi buhoneros judíos, con ojos de halcón brillando en rostros cuyas restantes
facciones sólo expresaban abyecta humildad; empedernidos mendigos callejeros
profesionales, rechazando con violencia a otros mendigos de mejor estampa, a
quienes sólo la desesperación había arrojado a la calle a pedir limosna;
débiles y espectrales inválidos, sobre los cuales la muerte apoyaba una firme
mano y que avanzaban vacilantes entre la muchedumbre, mirando cada rostro con
aire de imploración, como si buscaran un consuelo casual o alguna perdida
esperanza; modestas jóvenes que volvían tarde de su penosa labor y se
encaminaban a sus fríos hogares, retrayéndose más afligidas que indignadas ante
las ojeadas de los rufianes, cuyo contacto directo no les era posible evitar;
rameras de toda clase y edad, con la inequívoca belleza en la plenitud de su
feminidad, que llevaba a pensar en la estatua de Luciano, por fuera de mármol
de Paros y por dentro llena de basura; la horrible leprosa harapienta, en el
último grado de la ruina; el vejestorio lleno de arrugas, joyas y cosméticos,
que hace un último esfuerzo para salvar la juventud; la niña de formas apenas
núbiles, pero a quien una larga costumbre inclina a las horribles coqueterías
de su profesión, mientras arde en el devorador deseo de igualarse con sus
mayores en el vicio; innumerables e indescriptibles borrachos, algunos
harapientos y remendados, tambaleándose, incapaces de articular palabra,
amoratado el rostro y opacos los ojos; otros con ropas enteras aunque sucias,
el aire provocador pero vacilante, gruesos labios sensuales y rostros
rubicundos y abiertos; otros vestidos con trajes que alguna vez fueron buenos y
que todavía están cepillados cuidadosamente, hombres que caminan con paso más
firme y más vivo que el natural, pero cuyos rostros se ven espantosamente
pálidos, los ojos inyectados en sangre, y que mientras avanzan a través de la
multitud se toman con dedos temblorosos todos los objetos a su alcance; y,
junto a ellos, pasteleros, mozos de cordel, acarreadores de carbón,
deshollinadores, organilleros, exhibidores de monos amaestrados, cantores
callejeros, los que venden mientras los otros cantan, artesanos desastrados,
obreros de todas clases, vencidos por la fatiga, y todo ese conjunto estaba
lleno de una ruidosa y desordenada vivacidad, que resonaba discordante en los
oídos y creaba en los ojos una sensación dolorosa(7).
(7) não deixa de ser espantoso a capacidade e precisão
do observador em descrever tantos grupos e caracteres sociais dos transeuntes,
considerando-se que ele se encontra em uma janela de um café e à noite.
A medida que la noche se hacía más profunda, también era
más profundo mi interés por la escena; no sólo el aspecto general de la
multitud cambiaba materialmente (pues sus rasgos más agradables desaparecían a
medida que el sector ordenado de la población se retiraba y los más ásperos se
reforzaban con el surgir de todas las especies de infamia arrancadas a sus
guaridas por lo avanzado de la hora), sino que los resplandores del gas,
débiles al comienzo de la lucha contra el día, ganaban por fin ascendiente y
esparcían en derredor una luz agitada y deslumbrante. Todo era negro y, sin
embargo, espléndido, como el ébano con el cual fue comparado el estilo de
Tertuliano.
Los extraños
efectos de la luz me obligaron a examinar individualmente las caras de la gente
y, aunque la rapidez con que aquel mundo pasaba delante de la ventana me
impedía lanzar más de una ojeada a cada rostro, me pareció que, en mi singular
disposición de ánimo, era capaz de leer la historia de muchos años en el breve
intervalo de una mirada.
Pegada la frente a
los cristales, ocupábame en observar la multitud, cuando de pronto se me hizo
visible un rostro (el de un anciano decrépito de unos sesenta y cinco o setenta
años) que detuvo y absorbió al punto toda mi atención, a causa de la absoluta singularidad
de su expresión. Jamás había visto nada que se pareciese remotamente a esa
expresión. Me acuerdo de que, al contemplarla, mi primer pensamiento fue que,
si Retzch la hubiera visto, la hubiera preferido a sus propias encarnaciones
pictóricas del demonio. Mientras
procuraba, en el breve instante de mi observación, analizar el sentido de lo
que había experimentado, crecieron confusa y paradójicamente en mi cerebro las
ideas de enorme capacidad mental, cautela, penuria, avaricia, frialdad,
malicia, sed de sangre, triunfo, alborozo, terror excesivo, y de intensa,
suprema desesperación. Me sentí extrañamente excitado, lleno de asombro y
fascinación. «¡Qué extraordinaria historia está escrita en ese pecho!», me
dije. Nacía en mí un ardiente deseo de no perder de vista a aquel hombre, de
saber más sobre él. Poniéndome rápidamente el abrigo y tomando sombrero y
bastón, salí a la calle y me abrí paso entre la multitud en la dirección que le
había visto tomar, pues ya había desaparecido. Después de algunas dificultades
terminé por verlo otra vez; acercándome, lo seguí de cerca, aunque
cautelosamente, a fin de no llamar su atención. Tenía ahora una buena
oportunidad para examinarlo. Era de escasa estatura, flaco y aparentemente muy
débil. Vestía ropas tan sucias como harapientas; pero, cuando la luz de un
farol lo alumbraba de lleno, pude advertir que su camisa, aunque sucia, era de
excelente tela, y, si mis ojos no se engañaban, a través de un desgarrón del
abrigo de segunda mano que lo envolvía apretadamente alcancé a ver el
resplandor de un diamante y de un puñal. Estas observaciones enardecieron mi
curiosidad y resolví seguir al desconocido a dondequiera que fuese.
Era ya noche cerrada y la espesa niebla húmeda que
envolvía la ciudad no tardó en convertirse en copiosa lluvia. El cambio de
tiempo produjo un extraño efecto en la multitud, que volvió a agitarse y se
cobijó bajo un mundo de paraguas. La ondulación, los empujones y el rumor se
hicieron diez veces más intensos. Por mi parte la lluvia no me importaba mucho;
en mi organismo se escondía una antigua fiebre para la cual la humedad era un
placer peligrosamente voluptuoso. Me puse un pañuelo sobre la boca y seguí
andando. Durante media hora el viejo se abrió camino dificultosamente a lo
largo de la gran avenida, y yo seguía pegado a él por miedo a perderlo de
vista. Como jamás se volvía, no me vio. Entramos al fin en una calle
transversal que, aunque muy concurrida, no lo estaba tanto como la que
acabábamos de abandonar. Inmediatamente advertí un cambio en su actitud.
Caminaba más despacio, de manera menos decidida que antes, y parecía vacilar.
Cruzó repetidas veces a un lado y otro de la calle, sin propósito aparente; la
multitud era todavía tan densa que me veía obligado a seguirlo de cerca. La
calle era angosta y larga y la caminata duró casi una hora, durante la cual los
viandantes fueron disminuyendo hasta reducirse al número que habitualmente
puede verse a mediodía en Broadway, cerca del parque (pues tanta es la
diferencia entre una muchedumbre londinense y la de la ciudad norteamericana
más populosa). Un nuevo cambio de dirección nos llevó a una plaza
brillantemente iluminada y rebosante de vida. El desconocido recobró al punto
su actitud primitiva. Dejó caer el mentón sobre el pecho, mientras sus ojos
giraban extrañamente bajo el entrecejo fruncido, mirando en todas direcciones
hacia los que le rodeaban. Se
abría camino con firmeza y perseverancia(8). Me sorprendió, sin embargo, advertir que, luego de
completar la vuelta a la plaza, volvía sobre sus pasos. Y mucho más me asombró
verlo repetir varias veces el mismo camino, en una de cuyas ocasiones estuvo a
punto de descubrirme cuando se volvió bruscamente.
(8) chama a atenção essa parte: andar com firmeza e
perseverança quando está rodeado de muita gente...
Otra hora transcurrió en esta forma, al fin de la cual
los transeúntes habían disminuído sensiblemente. Seguía lloviendo con fuerza,
hacía fresco y la gente se retiraba a sus casas. Con un gesto de impaciencia el
errabundo entró en una
calle lateral comparativamente desierta. Durante cerca de un cuarto de
milla anduvo por ella con
una agilidad que jamás hubiera soñado en una persona de tanta edad, y me
obligó a gastar mis fuerzas para poder seguirlo. En pocos minutos llegamos a una feria muy grande y
concurrida, cuya disposición parecía ser familiar al desconocido. Inmediatamente recobró su
actitud anterior, mientras se abría paso a un lado y otro, sin propósito
alguno, mezclado con la
muchedumbre de compradores y vendedores (9).
(9) quando estava sozinho, apressava o passo até se
encontrar em meio à multidão, quando então retomava o passo lento e se
tranquilizava.
Durante la hora y media aproximadamente que pasamos en el
lugar debí obrar con suma cautela para mantenerme cerca sin ser descubierto.
Afortunadamente llevaba chanclos que me permitían andar sin hacer el menor
ruido. En ningún momento notó el viejo que lo espiaba. Entró de tienda en
tienda, sin informarse de nada, sin decir palabra y mirando las mercancías con
ojos ausentes y extraviados. A esta altura me sentía lleno de asombro ante su
conducta, y estaba resuelto a no perderle pisada hasta satisfacer mi curiosidad.
Un reloj dio sonoramente las once, y los concurrentes empezaron a
abandonar la feria. Al cerrar un postigo, uno de los tenderos empujó al
viejo, e instantáneamente vi que corría por su cuerpo un estremecimiento.
Lanzóse a la calle, mirando ansiosamente en todas direcciones, y corrió con
increíble velocidad por varias callejuelas sinuosas y abandonadas, hasta volver
a salir a la gran avenida de donde habíamos partido, la calle del hotel D...
Pero el aspecto del lugar había cambiado. Las luces de gas brillaban todavía,
mas la lluvia redoblaba su fuerza y sólo alcanzaban a verse contadas personas. El desconocido palideció.
Con aire apesadumbrado anduvo algunos pasos por la avenida antes tan populosa,
y luego, con un profundo suspiro, giró en dirección al río y, sumergiéndose en
una complicada serie de atajos y callejas, llegó finalmente ante uno de los más
grandes teatros de la ciudad. Ya cerraban sus puertas y la multitud salía a la
calle. Vi que el viejo
jadeaba como si buscara aire fresco en el momento en que se lanzaba a la
multitud, pero me pareció que el intenso tormento que antes mostraba su rostro
se había calmado un tanto. Otra vez cayó su cabeza sobre el pecho; estaba tal como lo había visto
al comienzo. Noté que seguía el camino que tomaba el grueso del público,
pero me era imposible comprender lo misterioso de sus acciones(10).
(10) novamente percebemos o desespero do velho quando
está fora da multidão.
Mientras andábamos los grupos se hicieron menos compactos
y la inquietud y vacilación del viejo volvieron a manifestarse. Durante un rato
siguió de cerca a una ruidosa banda formada por diez o doce personas; pero poco
a poco sus integrantes se fueron separando, hasta que sólo tres de ellos
quedaron juntos en una calleja angosta y sombría, casi desierta. El desconocido
se detuvo y por un momento pareció perdido en sus pensamientos; luego, lleno de
agitación, siguió rápidamente una ruta que nos llevó a los límites de la ciudad
y a zonas muy diferentes de las que habíamos atravesado hasta entonces. Era el
barrio más ruidoso de Londres, donde cada cosa ostentaba los peores estigmas de
la pobreza y del crimen. A la débil luz de uno de los escasos faroles se veían
altos, antiguos y carcomidos edificios de madera, peligrosamente inclinados de
manera tan rara y caprichosa que apenas sí podía discernirse entre ellos algo
así como un pasaje. Las piedras del pavimento estaban sembradas al azar,
arrancadas de sus lechos por la cizaña. La más horrible inmundicia se acumulaba
en las cunetas. Toda la atmósfera estaba bañada en desolación. Sin embargo, a
medida que avanzábamos los sonidos de la vida humana crecían gradualmente y al
final nos encontramos entre grupos del más vil populacho de Londres, que se
paseaban tambaleantes de un lado a otro. Otra vez pareció reanimarse el viejo, como
una lámpara cuyo aceite está a punto de extinguirse. Otra vez echó a andar con
elásticos pasos. Doblamos bruscamente en una esquina, nos envolvió una luz
brillante y nos vimos frente a uno de los enormes templos suburbanos de la
Intemperancia, uno de los palacios del demonio Ginebra.
Faltaba ya poco para el amanecer, pero gran cantidad de
miserables borrachos entraban y salían todavía por la ostentosa puerta. Con un
sofocado grito de alegría el viejo se abrió paso hasta el interior, adoptó al
punto su actitud primitiva y anduvo de un lado a otro entre la multitud, sin
motivo aparente. No
llevaba mucho tiempo así, cuando un súbito movimiento general hacia la puerta
reveló que la casa estaba a punto de ser cerrada. Algo aún más intenso que la
desesperación se pintó entonces en las facciones del extraño ser a quien venía
observando con tanta pertinacia. No vaciló, sin embargo, en su carrera,
sino que con una energía de maniaco volvió sobre sus pasos hasta el corazón de
la enorme Londres. Corrió rápidamente y durante largo tiempo, mientras yo lo
seguía, en el colmo del asombro, resuelto a no abandonar algo que me interesaba
más que cualquier otra cosa. Salió el sol mientras seguíamos andando y, cuando
llegamos de nuevo a ese punto donde se concentra la actividad comercial de la
populosa ciudad, a la calle del hotel D..., la vimos casi tan llena de gente y
de actividad como la tarde anterior. Y aquí, largamente, entre la confusión que
crecía por momentos, me obstiné en mi persecución del extranjero. Pero, como siempre,
andando de un lado a otro, y durante todo el día no se alejó del torbellino de
aquella calle. Y cuando llegaron las sombras de la segunda noche, y yo me
sentía cansado a morir, enfrenté al errabundo y me detuve, mirándolo fijamente
en la cara. Sin reparar en mí, reanudó su solemne paseo, mientras yo, cesando
de perseguirlo, me quedaba sumido en su contemplación.
-Este viejo -dije por fin-representa el arquetipo y el
genio del profundo crimen. Se niega a estar solo. Es el hombre de la multitud. Sería
vano seguirlo, pues nada más aprenderé sobre él y sus acciones. El peor corazón
del mundo es un libro más repelente que el Hortulus
Animae(11), y quizá
sea una de las grandes mercedes de Dios el que er lässt sich nicht lesen.
(11) vale das almas
FIN
Fontes dos
textos digitados, usados para minha leitura:
http://es.wikipedia.org/wiki/El_hombre_de_la_multitud
Post Scriptum no Facebook:
Post Scriptum no Facebook:
Estou aproveitando estes dias de feriado para melhorar meu blog Refeitório Cultural. Ali já tem muita coisa boa de cultura como literatura, filmes, história, aulas da Usp digitadas etc.
É o meu WIKI - What (William) I Know Is...
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